25.4.11

Inesperado encuentro

En Falun, Suecia, hace ya más de cincuenta años, un joven minero besó a su joven y bella novia y le dijo: "El día de Santa Lucía nuestro amor será bendecido por la mano del sacerdote; y entonces seremos marido y mujer y nos construiremos nuestro propio nido"... "Y en él habitarán la paz y el amor. «Dijo la hermosa doncella, sonriendo dulcemente», porqué tú eres mi vida, y sin ti antes quisiera yo estar en la tumba que en otro lugar."

Pero cuando, poco antes del día de Santa Lucía, el sacerdote había preguntado por segunda vez en la iglesia si nadie sabía de algo que pudiera impedir la unión matrimonial de los novios, se presentó la muerte. Porque cuando, a la mañana siguiente, el joven pasó con su negro traje de minero por la casa de ella (el minero siempre lleva puesto su hábito mortuorio), tocó todavía una vez a su ventana y le dió los buenos días, pero ya no le volvió a dar las buenas noches. Nunca regresó de la mina; y esa misma mañana, en vano ella adornó con un listón rojo el negro pañuelo que él debía llevar el día de la boda, sino que al ver que nunca más volvió, guardó el pañuelo, y lloró por su prometido, y no lo olvidó jamás.

Entretanto, la ciudad de Lisboa en Portugal fue destruida por un terremoto, y pasó la Guerra de Siete Años, y murió el emperador Francisco I, y se suprimió la orden de los jesuitas, y quedó dividida Polonia, y murió la emperatriz María Teresa, y se ajustició a Struensee, y América fue liberada, y las fuerzas unidas de Francia y España no lograban conquistar a Gibraltar. Los turcos encerraron al general Stein en la cueva de los veteranos en Hungría, y el emperador José también murió. El rey Gustavo de Suecia conquistó Finlandia rusa; comenzó la Revolución francesa y la larga guerra, y a su vez bajó a la tumba el emperador Leopoldo II. Napoleón conquistó Prusia, y los ingleses bombardearon Copenhague, y los labriegos sembraban y segaban. El molinero molía, y los herreros forjaban, y los mineros cavaban en busca de veneros en su subterráneo taller.

Cuando en el año de 1809, poco antes o después de San Juan, los mineros de Falun quisieron abrir una hendidura entre dos pozos de mina, sacaron, a más de trescientas varas bajo el suelo, de entre los escombros y el agua vitriolada, el cuerpo de un joven, completamente impregnado de vitriolo, pero por lo demás intacto e inalterado, de modo que aún se podían reconocer plenamente sus rasgos y su edad, como si hubiera dormido durante el trabajo.

Y sucedió que cuando lo sacaron a la luz del día, ya su padre y su madre, sus amigos y sus conocidos habían muerto desde hacía mucho, y nadie decía conocer al joven durmiente ni saber de su desgracia, hasta que vino la que había sido prometida de aquel minero que un buen día fue a la mina para nunca regresar. Encanecida y arrugada, apoyada en una muleta, llegó al lugar y reconoció a su novio; y más con júbilo que con dolor, se dejó caer sobre el amado cuerpo, y sólo cuando se hubo repuesto de larga y profunda conmoción: «Es mi prometido -dijo-, por el que he llorado durante cincuenta años, y que Dios me ha concedido ver una vez más antes de mi muerte. Cuando faltaban sólo ocho días para la boda, fue a la mina y nunca más volvió».

Entonces todos los ánimos de los circunstantes se sintieron movido a la tristeza y a las lágrimas, cuando vieron a la que había sido novia convertida ahora en débil y marchita anciana, y al novio aún en su juvenil hermosura, y cuando consideraron que después de cincuenta años renacía en su pecho la llama de su amor de juventud (pero él no abrió la boca para sonreír, ni los ojos para reconocer). Y conmovidos vieron que ella pedía a los mineros que llevaran el cuerpo a su alcoba, por ser ella la única a la que pertenecía y tenía derecho a él, hasta que estuviese cavada su fosa en el cementerio.

Al día siguiente, cuando estaba ya dispuesta la tumba en el cementerio, y los mineros fueron a recoger el cuerpo, ella abrió una cajita, le puso al cuello el pañuelo de seda negra con orla roja, y lo acompañó con su vestido dominguero, como si fuese el día de su boda y no el del entierro de su prometido. Pues cuando lo colocaron en su tumba dijo; «Duerme bien, un día o diez días, en tu fresco lecho nupcial, y que el tiempo te sea leve. Yo ya no tengo mucho que hace e iré pronto, y pronto volverá a ser de día. Lo que la tierra ha devuelto una vez, ya no lo retendrá», dijo mientras se alejaba y volvía una vez más la cabeza.


Cuento de Johann Peter Hebel