17.10.10

Ministro de fe

Siempre que llegaban los pacos a preguntar por Manuel a la pobla, él sabía muy bien que existía la posibilidad de que alguien lo estuviera buscando - La gracia del señor ya se ha manifestado- Se decía; no pensaba en regresar a El Salvador de todos modos.

Vino a Chile con apenas dos trajes negros. Al llegar vestía uno de ellos, la corbata lo estranguló durante todo el vuelo. Mantenía la cabeza en alto mientras saludaba a cuanto peatón se le cruzara. Le dio la bendición a la azafata cuando la vio en la manga y de nuevo cuando vino a retirarle los platos del almuerzo. Luego al taxista, a un pordiosero llegando a Los Héroes y a un heladero llegando a San antonio. Los saludos se multiplicanban mientras arrastraba la  diminuta maleta con ruedas que le había regalado su tío Alfonso, emocionado hasta las lágrimas con la santa peregrinación de su sobrino. Manuel era largo y amarillo de tez en ese entonces. Sus dieciocho años se le escapaban por sus ojos, curiosos como sus orejas. Estaba tan agradecido con la Iglesia de jesucristo y los santos de los últimos días por que nunca, ni en su más soñadora infancia, pensó viajar a otro país lejos del trópico, ni mucho menos hacerlo en avión.


Todo le pareció hermoso, al menos lo que alcanzó a ver en las tres primeras horas, un primer tranco demasiado corto desde el aeropuerto a Providencia para admirar la Alameda, tan luminosa, tan europea. Yo lo recuerdo, tiempo después, observando con escepticismo a la virgen, la santa patrona de su tierra. Tener otra creencia que no fuera la católica era todo un tabú allá en el norte. Iba él y otros jovencitos iniciados todos los fines de semana a un enlace vía satélite en vivo desde Utah con algún representante directo del líder de la iglesia. Aunque pocas veces logró entender lo que el gringo vociferaba tras la pantalla en un español abominable, se conformaba con escuchar los aplausos de aprobación o los "¡¡Jesus christ is the lord!!" que gritaban los misioneros rubios mientras lloraban con una expresión de júbilo que desde joven a Manuel le pareció inexplicable y maravillosa.

Pero ese sentimiento se oxidó con el verano santiaguino, tan seco, tan inhóspito; a veces durante las rondas y las visitas eternas en casa de algunos ancianos, sentía unas ganas irreprimibles de sacarse corbata y camisa para echarse a jugar con los niños bajo el chorro del grifo abierto en plena calle, comiendo un cubo de leche, pero le estaba prohibido, alguien ya lo había hecho sufriendo por tal razón una especie de excomunión. Elder Swanson era su lider. Swanson, un gringo calvo con cara de pocos amigos estaba de muerte con la calaña de ciervos que le tocaba evangelizar. Protestaba largamente, puteando en inglés, por el atraso crónico en la construcción de la capilla situada en los Quillayes; un lugar recondito entre el límite entre la florida y la pintana, periferia tan ajena a los felices turistas que llegan a conocer la epítome de la urbe tan sólo en unas pocas fotografías de la plaza de armas.

Ante los robos en el sitio de la construcción, hubo que solicitar resguardo policial mientras se lograba terminar la capilla que le había sido asignada a un puñado de desafortunados mormones, motivo por el cual se transformaron en enemigos de todos los vecinos del lugar. Mientras, escandalizados, los Elder que venían de Ñuñoa comentaban lo barato que seguramente había costado el terreno, que cuantas planchas de techumbre se habían robado la noche anterior los pendejos, que cuántos ladrillos, que cuántos sacos de cemento. La gente colgaba de los block mirando a los mormones de reojo día y noche desde las escaleras mientras no hubiera una pelea, una balacera, o rondaran los pacos, momento cuando todos los ojos se cerraban, todos los oídos se apunaban,  y todos "fingían dormir". De día gritaban uno que otro improperio riendo a carcajada limpia entre las toallas colgadas, pantalones, ropa íntima, bicicletas y pequeñas selvas de interior musicalizadas con canciones dolorosas, estridentes o sabrosas.

Al son de Marc Anthony, la droga manaba por todas partes como el agua del grifo que añoraba Manuel. Tardó meses en enterarse que esas botellas de refresco tan pequeñas eran en realidad envases de jarabe para la tos. Regados por la vereda, cientos de papeles rectangulares sobre el suelo no significaban que hubiese ganado un equipo grande o que quizá nadie estuviese preocupado de barrer las calles.

Los vecinos nunca estuvieron a gusto con los gringos metidos justo ahí en medio, entre las dos alas que forman los block consecutivos. Manuel bajaba por las escaleras con algo de estupor por las mañanas desde el último piso que la iglesia arrendaba completo en aquel antro donde lo que más hacía falta era la gracia de Dios.

Antes que lograra musitar el primer -"Hola, ¿usted conoce a Jesús?" - las vecinas comenzaban a vociferar unas palabrotas incompresibles apuntando la iglesia acorazada por una reja de tres metros y medio que les había arrebatado la cancha de baby fútbol existente desde que el mismísimo presidente Elwyn había entregado el conjunto habitacional por ahí en el noventa, tal como contaba Matías, su compañero de cuarto y de rondas. El Mati, que estaba haciendo su misión hace algunos meses en la iglesia, siempre vivió allí en Quillayes, sospecho mucho que habría resultado poco seguro mandarlo a un lugar distinto para hacer su misión religiosa. No se quejaba de nada y parecía ser el misionero favorito del del gringo Swanson, quien lo mandaba varias veces al día a hablar con las gordas que se tuestan al sol sosteniendo unas ridículas bolsas de marihuana empaquetada mezcladas con billetes arrugados. Los primeros fieles llegaron paulatinamente, en un principio, cuando se escondían de las mexicanas, de los pacos o del frío, cuando no quedaba carbón o parafina en el negocio de más abajo. Los más creyentes eran ciertamente los ancianos del lugar, maravillados igualmente con las estufas y el aire acondicionado que poseía el recinto de los gringos.

-El tío Alfonso va a imaginarse que me hice monje- Pensaba Manuel cuando se quedaba solo en el block. Matías, en tanto, había empezado a viajar muy seguido los fines de semana hacia Utah. Ahí fue cuando Manuel comenzó a conocer realmente a la gente que había venido a "convertir y a salvar". Les hizo mucha gracia a los vecinos cuando él mismo contó aquella historia: su familia en San salvador, mormones igualmente, mantenían hechos los bolsos y acumulaban comida para sobrevivir al menos tres meses, listas para cargar e irse al cielo con el señor Jesucristo cuando fuese el anunciadísimo día de su venida. 

Así y con el sol cajellero, cuando estuvo un tanto más moreno fue que comenzó a atraerle a Cinthya, que era fan de Sean Paul y Tupac. Ella le fascinaba a Manuel en los detalles más desagradables, hasta en la manera de gritar y chiflar, esa manera de vestir tan sensual le hacía sentir un poco más cerca de Miami, un poco más cerca de donde siempre quiso estar.

Como todas las cosas en la capital, todas un tanto copiadas de otra parte, todas con algo folcklórico que justifique su plena identidad con cualquier otro lugar del orbe, elder Manuel se fue sintiendo en casa y decididamente patriota, puesto que allí se sentía en vario lugares a la vez; en compañia de la Cinthya, que era tan buena cabra, alegre bailó la cumbia, el reguetón, el merengue de vieja cuarentona que es de lado y lado y así paulatinamente en el jolgorio: el ventiuno, la churri, los tomiciados, el raspao de juguera, el codo de pvc, la granada de ron a quinientos con mini coca, la mandanga, el antenazo, el jote con portón, el silver, el alto del crimen, el capel nacional de 35º los derby corriente y el FOX suelto de 60 pesos. Pero nunca se sintió mal por aquello... sólo temía que algún día les bajara la desesperación a sus familiares recordando que él estaba en algun lugar de Chile sentado tomando sol días enteros mientras fumaba de la blanca y de la negra, en las sillas de plástico o sobre los cajones de tomates, riendo, copuchando, discutiendo infimidades a todo vozarrón. Nadie seguramente lo iba a imaginar armando fogones y braseros gigantescos para campear la noche que no acababa jamás en el deambular de los pendejos, los lanzas, los zombies, los taxistas y los chorizos tapizados que deambulan por entre los block a horas inciertas. Y claro, lo bueno dura poco, por que a los pocos meses murió Matías en el vuelo hacia Utah y se supo entonces que elder Swanson lo tenía de burrero hace meses y que en aquella ocasión lo hizo tragar al menos dos kilos de la buena para llevarla al país del norte. Después de eso ya nadie recordaba acudir al centro para ver los enlaces vía satélite con Salt lake. Estabamos todos anesteciados, el tiempo se volvió nebuloso, ninguno de los otros elder reclamaba por ello tampoco. Ya a esa altura la iglesia no cerraba ni de día ni de noche. Los jóvenes misioneros eran reconocidos por su facha elegante y el lento deambular sobre el mercedes que Swanson había comprado, como dijo en un principio, con algunos dólares que traía desde Flórida.
El escándalo fue bullado en todos los medios, tanto que fue difícil para la justicia gringa extraditar al elder traficante de vuelta a su país, según gritó durante semanas la prensa de mediodía, que era la más vista en Quillayes.

De esta forma los elder, en cuestión de semanas, fueron regresaron a sus respectivos países, todos menos Manuel. La iglesia fue sellada como quien atrapa al demonio en un recipiente. Creo mucho que los gringos simplemente no quisieron volver a oír absolutamente nada sobre los Quillayes o de lo que allí sucediera. Por otra parte, los vecinos tampoco quisieron abrir la iglesia por la fuerza -"pa que se convierta en un nido de guarenes"- tal como decía la suegra de Manuel mientras sudaba la gota gorda haciendo polvo las rocas y empaquetando. La capilla estuvo intacta desde entonces, monumento eregido al Jesús turista. Los cabros chicos se pasan a duras penas entre los barrotes cuando pierden la pelota o ven caer un volantín en el patio de la iglesia, procurando no perturbar la caña crónica de Luchito, el indigente que se había pegado al alero del edificio con su carpa y sus cartones el invierno pasado.

- ¿Y por qué habla de Manuel como si fuera otra persona, digo... no usted mismo? Preguntaba atónita la periodista.

- Por que Manuel murió el día que me mataron a mi primer hijo en un quite de drogas que nos hicieron el año pasado, Josecito tenía nueve años no más cuando me lo mataron, este que le voy a mostrar ahora por que con harto dolor tuve que tatuármelo en la espalda, ¿lo ve? Mi guachito perro, ¡puta que lo extraño! (solloza). ¿Qué cómo me dicen ahora? ahora yo soy tocayo de mi compadre luchito que vive en la iglesia por que usé su carné hasta que terminé de reventar cuanta tarjeta de crédito me dieron en las tiendas. Ahí el sistema se enojó conmigo y ahora pa' serle franca no tengo nah nombre por que hace unos buenos meses ya hicimos justicia con la ayuda de algunos cabros de acá de la pobla. Mi hijo era promesa del fútbol de aquí del barrio ¿sabe? y siempre fue bien querido por todos, el mismo cariño que me entregan a mí. Puta, Josecito era un cabro güeno, un cabro de bien... no se merecía lo que le pasó. Y por eso es que ahora con cuea puedo salir pa' la feria... como tuve que cobrar "la parte", no se me ve ni en pelea de perro, pero estamos esperando a que se enfríe la cazuela. Cuando pueda salir tranquilo, voy a ir con mi suegra y mi mujer a pagarle todos mis días felices a la Virgencita de lo Vásquez... ¡cruz pal cielo!-.

Todo lo anterior registrado por la periodista con algo más que temblores, puesto que Manuel se negó terminantemente a ser grabado de modo alguno. Presurosa seguía escribiendo mientras observaba como el ancho y largo moreno se persignaba con los ojos humedecidos mirando el agrietado cielo de volcanita en una precaria y calurosa habitación.