Random (Borrador)
El curioso moño del fez (o tarbush) que llevaba sobre la cabeza, éste, mi único y solitario personaje, apuntaba hacia un punto fijo a un costado desde donde comienza a aparecer el marroquí, como una vaga figura que aparece tras un espejismo en sobre el pavimento. Está vestido de gala, eso explica lo del sombrero extravagante. Yace boca abajo y el moño no deja de apuntar directamente hacia el lugar exacto desde donde yo lo observo ─Esto es lo primero que él pudo notar al abrir los ojos─.
Ha despertado ─me dije─ primer conjuro: lluvia, seco, tempestad ─pensé en silencio─.
Las bancas, los basureros, los vehículos de la locomoción colectiva yacen estancados y comienzan a cubrirse de una tersa arena que ataca el paisaje deshabitado en una suave caricia que abarcaba todos los kilometros que es posible acumular juntando los parpados para divisar lo invisible.
El marroquí comenzaba a musitar sus primeras palabras, puesto que apenas había conseguido figurar su rostro tanteando con las manos. Hace solo unos instantes era una masa amorfa que solo poseía un curioso gorro con moño.
Después de esforzados balbuceos articuló con entera confianza: ¿Como es posible que me encuentre tan solo en este lugar? ─aquello fue lo primero que dijo─.
El marroquí levantó la cabeza para mirar el punto más alto del edificio contiguo... Nada. Se puso de pie como si recién una ola lo hubiese abandonado en aquel lugar. Los edificios parecían desvancerse al paso de los bancos de arena que no cesaban de caer, pero no era exactamente el tipo de arena que te impide abrir siquiera un poco los ojos. Se trataba de granos tan exquisitamente redondos que podían perfectamente resbalar sobre el globo ocular tan dósiles como una lagrima tibia.
─¿Y con quien hablo ahora mismo?
Ha despertado ─me dije─ primer conjuro: lluvia, seco, tempestad ─pensé en silencio─.
Las bancas, los basureros, los vehículos de la locomoción colectiva yacen estancados y comienzan a cubrirse de una tersa arena que ataca el paisaje deshabitado en una suave caricia que abarcaba todos los kilometros que es posible acumular juntando los parpados para divisar lo invisible.
El marroquí comenzaba a musitar sus primeras palabras, puesto que apenas había conseguido figurar su rostro tanteando con las manos. Hace solo unos instantes era una masa amorfa que solo poseía un curioso gorro con moño.
Después de esforzados balbuceos articuló con entera confianza: ¿Como es posible que me encuentre tan solo en este lugar? ─aquello fue lo primero que dijo─.
El marroquí levantó la cabeza para mirar el punto más alto del edificio contiguo... Nada. Se puso de pie como si recién una ola lo hubiese abandonado en aquel lugar. Los edificios parecían desvancerse al paso de los bancos de arena que no cesaban de caer, pero no era exactamente el tipo de arena que te impide abrir siquiera un poco los ojos. Se trataba de granos tan exquisitamente redondos que podían perfectamente resbalar sobre el globo ocular tan dósiles como una lagrima tibia.
─¿Y con quien hablo ahora mismo?
Fue la segunda cosa que dijo el marroquí. Parecía escucharme atentamente. Tuve que esconderme detrás de unos tarros de basura. No puedo mostrarme. Detendré la tormenta de arena para apreciar la panorámica tan bien como él .
─Estás ahí, lo sé
─Estás ahí, lo sé
Me encaró aún sin verme.
─¿Por qué no me dejas en paz? Devuélveme a mi lugar... Estaba a punto de entrar a mi boda. Este es el mejor día de mi vida y tú me traes aquí para divertirte. Pagué una dote de tres centenares de bestias por la que será mi mujer. Salima debe estar enloquecida con mi ausencia, seguramente al regresar me darán una daga para que me dispense justicia yo mismo por faltar al día de mi boda.
Gritaba desesperado el marroquí. Supe que tenía un motivo para estar enojado conmigo. En el instante en que mencioné la daga, el brillo en el filo empezo a resplandecer en su mano, se supo armado. Su rostró parecía resplandecer de ira también.
─¡Ahí estás! Me vió, corrí.
Las piernas me pesaban inmensamente. Noté que la arena, que ya no caía del cielo, salía de mis bolsillos manando como incontrolables geisers. Por cada tres zancadas que yo daba el marroquí daba solo una... estaba casi sobre mí. Piensa... piensa... ─¡Refugio! ¡camino! ¡escape!─ (solo se me permitían tres palabras al azar por conjuro). El marroquí desapareció. Me sorprendí en un pestañear sentado sobre el Lancia delta integrale apenas soltando el embrague antes de sentir el jalón hacia atrás. Nueve mil quinientas vueltas por minuto, ciento cuarentaisiete kilometros por hora, cuarta marcha y el deportivo apenas se cimbraba. Tres mil ochocientos otra vez, el tacómetro volvía a descender.
Cuero italiano ─me dije─ disfrutando un breve instante de agrado. Casi de inmediato apareció la sombra de un pájaro gigante justo sobre el parabrisas. El pájaro, montado por el marroquí, hizo un movimiento de apenas tres plumas planeando ligeramente de costado hacia la izquierda, igualando mi marcha. Supe por lo angosto de las vías y la profunda oscuridad del campo boscoso que debíamos estar muy probablemente en Francia. Nueve mil cuatrocientas veinte vueltas por minuto, quinta marcha, el motor vuelve a tomar aliento. El pájaro debía alejarse a ratos para evitar las pequeñas colinas y la espesura de los arboles que pasaban deformes a un costado del camino. Ibamos muy rápido. Mientras, el marroquí, con seria determinacion, hacía crujir un inmenso arco blandiendo una flecha que, estirando hacia atrás, apuntaba hacia mi oído izquierdo. El movimiento se volvió inerte en la vertiginosa velocidad. El marroquí dispara justo antes de ascender para evitar los edificios de vidrio que comienzan a surgir del suelo súbitamente. La flecha logró atravesar el cristal y el apoya cabezas de mi asiento. Sentí horror. Solté el volante para descubrir que el automóvil tenía voluntad propia, el freno se acciona con violencia y de manera automática. Mi craneo se acerca como un látigo al volante... Piensa ─¡detente! ¡edificios! ¡soledad!─ antes de azotarme contra la bolsa de aire estaba de nuevo en mi escritorio.
─¡Ahí estás! Me vió, corrí.
Las piernas me pesaban inmensamente. Noté que la arena, que ya no caía del cielo, salía de mis bolsillos manando como incontrolables geisers. Por cada tres zancadas que yo daba el marroquí daba solo una... estaba casi sobre mí. Piensa... piensa... ─¡Refugio! ¡camino! ¡escape!─ (solo se me permitían tres palabras al azar por conjuro). El marroquí desapareció. Me sorprendí en un pestañear sentado sobre el Lancia delta integrale apenas soltando el embrague antes de sentir el jalón hacia atrás. Nueve mil quinientas vueltas por minuto, ciento cuarentaisiete kilometros por hora, cuarta marcha y el deportivo apenas se cimbraba. Tres mil ochocientos otra vez, el tacómetro volvía a descender.
Cuero italiano ─me dije─ disfrutando un breve instante de agrado. Casi de inmediato apareció la sombra de un pájaro gigante justo sobre el parabrisas. El pájaro, montado por el marroquí, hizo un movimiento de apenas tres plumas planeando ligeramente de costado hacia la izquierda, igualando mi marcha. Supe por lo angosto de las vías y la profunda oscuridad del campo boscoso que debíamos estar muy probablemente en Francia. Nueve mil cuatrocientas veinte vueltas por minuto, quinta marcha, el motor vuelve a tomar aliento. El pájaro debía alejarse a ratos para evitar las pequeñas colinas y la espesura de los arboles que pasaban deformes a un costado del camino. Ibamos muy rápido. Mientras, el marroquí, con seria determinacion, hacía crujir un inmenso arco blandiendo una flecha que, estirando hacia atrás, apuntaba hacia mi oído izquierdo. El movimiento se volvió inerte en la vertiginosa velocidad. El marroquí dispara justo antes de ascender para evitar los edificios de vidrio que comienzan a surgir del suelo súbitamente. La flecha logró atravesar el cristal y el apoya cabezas de mi asiento. Sentí horror. Solté el volante para descubrir que el automóvil tenía voluntad propia, el freno se acciona con violencia y de manera automática. Mi craneo se acerca como un látigo al volante... Piensa ─¡detente! ¡edificios! ¡soledad!─ antes de azotarme contra la bolsa de aire estaba de nuevo en mi escritorio.
─¿Como es posible que me encuentre tan solo en este lugar?─ Fue lo primero que pensé.
Solté el bolígrafo mientras dejaba de escribir y lo último que estaba escrito era exactamente lo último que estaba escrito. Me puse de pie aterrado al descubrir una voz en mi interior que pronunciaba cada una de las palabras que pasaban por mi mente; y a la vez, esas palabras, eran un relato perfecto del momento y la situación. El libro se escribía asímismo con ellas y a medida que me alejaba las páginas pasaban una tras otra hojeadas por una mano invisible mientras aparecía en él la tinta como aparecen los espejismos en la inmensidad, de una manera casi imperceptible. Me alejé sobresaltado del escritorio. Cuando el asiento tocó el suelo rompiendo la calma de la oficina al caer en mi exabrupto, el libro comenzó a sudar tinta por debajo de la tapa derramándola desde el borde del escritorio viscosa hacia el suelo como el petroleo crudo. Salí corriendo al ascensor, ascensor a quince metros por segundo, bajando frenético, de pronto primer piso.
Una vez afuera del edificio tapizado en vidrio turquesa, me encontré de frente con los trescientos animales de la dote del marroquí aproximandose en una especie de estampida hacia la entrada del edificio. El marroquí me observaba desde unos 27 pisos más arriba en la azotea, lo escucho reír peligrosamente asomado al borde de la corniza. Lo observo sólo un instante. La estampida ya está por completo sobre mí, un imponente ruido de coces, la colisión es inevitable. Me asotarón como una ola en medio de la tormenta, ola que, según recuerdo, había sido famosa por voltear al menos tres grandes buques en el Oceano Ártico. Mientras contenía el aliento entre aquel mar de animales líquidos, pensé en las unicas dos palabras que me restaban después de pensar en ola.
─¡fin! ¡otredad!─ y la ola supo hacerme descender como quien libera una hormiga... me arrastró dando tumbos sobre el suelo.
En su retirada, la ola de seda me descubrió justo en mitad de la calle. El agua ya no mojaba, se había convertido de pronto en arena. Volví a ver los edificios, estaba de nuevo en el mismo lugar, no me había movido ni un solo centimetro. Los animales se alejaban calle abajo. Ya no estaba empapado. Levanté la cabeza para mirar el punto más alto del edificio contiguo... Nada, el marroquí había desaparecido, me levanté. Comenzé a llorar de angustia... me supe irremediablemente atrapado en la pesadilla como quien se pierde al interior del vientre de la serpiente que muerde su propia cola, pero el agua no mojaba más.
─¿Y con quién hablo ahora mismo? Me dije.
Y de pronto lo reconocí en la dirección que apuntaba fieramente la trenza que surgía desde el centro de mi pequeño fez
─¡Ahí estás!
Lo ví escondido detrás de unos tarros de basura. Me puse de pie mientras calaba una fiera tormenta de arena.
─¿Por qué no me dejas en paz? Devuélveme a mi lugar. Grité.
Él marroquí emprendió el escape mientras pudo antes que conjurara mis tres primeras palabras:
─¡Arena! ¡amor! ¡daga! Comenzé a seguirlo con extraordinario vigor.
─¿Como es posible que me encuentre tan solo en este lugar y pretenda yo matar al único personaje vivo en kilómetros?
─¿Por qué no me dejas en paz? Devuélveme a mi lugar. Grité.
Él marroquí emprendió el escape mientras pudo antes que conjurara mis tres primeras palabras:
─¡Arena! ¡amor! ¡daga! Comenzé a seguirlo con extraordinario vigor.
─¿Como es posible que me encuentre tan solo en este lugar y pretenda yo matar al único personaje vivo en kilómetros?
Fue lo primero que pensé mientras corría blandiendo el puñal en señal de ataque. Ensimismado, nuevamente solté el boligrafo para comprobar que lo último que estaba escrito era exactamente lo último que estaba escrito. El petroleo derramado por el libro me mantenía atrapado por sobre la cintura repletando la habitación. La serpiente no dejaba de morder su cola, mas nunca lograba engullirse a sí misma. Pensé en la bella Salima, mi prometida, vestida de novia llorando a mares al llegar la noche por mi ausencia, pero aquella noche en Rabat el agua no mojaba más... ni siquiera las tibias lágrimas de Salima, mi bella Salima.
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