Octavio Paz
La ligereza danzante con que esos personajes se mueven por la vida como si hubiesen abolido las leyes de la gravedad, se debe entre otras cosas a que esas almas no conocían el peso de la moral. Las cosas para ellos no eran graves sino hermosas o feas. Mundo de dos dimensiones, sin profundidad, es cierto, pero también sin espesor; mundo transparente, nítido, como un dibujo rápido y precioso sobre una hoja inmaculada. En su diario, Sei Shonagon divide a las cosas en placenteras y desagradables.
Entre las primeras están, por ejemplo, cruzar un río en una noche de luna brillante y ver bajo el fondo brillar los guijarros; o recorrer en carruaje el campo y luego aspirar el perfume que desprenden las ruedas, entre las que se han quedado prendidos manojos de hierba fresca. En otra parte Shonagon anota que "es muy importante que un amante sepa despedirse". Para empezar, no se debería levantar con apresuración sino aguardar a que se le insista un poco:
Anda, ya hay luz... no te gustaría que te sorprendieran aquí. Tampoco debería ponerse los pantalones de un golpe, como si tuviera mucha prisa y sin antes acercarse a su compañera, para murmurar en su oído lo que sólo ha dicho a medias durante la noche". Más adelante la señora Shonagon pinta al amante perfecto: "Me gusta pensar en un soltero—su ánimo aventurero le ha hecho escoger este estado— al regresar a su casa, después de una incursión amorosa. Es el alba y tiene un poco de sueño pero, apenas llega, se acerca a su escritorio y se pone a escribir una carta de amor —no escribiendo lo primero que se le ocurre sino entregado a su tarea y trazando con gusto hermosos caracteres.
Luego de enviar su misiva con un paje, aguarda la respuesta mientras murmura ese o aquel pasaje de las Escrituras budistas. Más tarde lee algunos poemas chinos y espera a que esté listo el baño. Vestido con su manto de corte —quizá escarlata que lleva como una bata de casa— toma el sexto capítulo de la Escritura del Loto y lo lee en silencio. Precisamente en el momento más solemne y devoto de su lectura religiosa, regresa el mensajero con la respuesta. Con asombrosa si blasfema rapidez, el amante salta del libro a la carta".
La prosa de Sei Shonagon es transparente. A través de ella vemos un mundo milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como encerrado en una esfera de cristal.
Los valores estéticos de esa sociedad —por más exquisitos y refinados que nos parezcan—no eran sino los de la moda. Mundo up to date, sin pasado y sin futuro, con los ojos fijos en el presente. Mas el presente es una aparición algo que se deshace apenas se le toca. Este sentimiento de la fugacidad de las cosas —subrayado por el budismo, que afirma la irrealidad de la existencia— tiñe de melancolía las páginas del Libro de cabecera de Sei Shonagon. El mismo sentimiento —sólo que profundizado, convertido, por decirlo así, en conciencia creadora— constituye el tema central de la obra de la señora Murasaki.
(Tres momentos de la literatura japonesa / Las peras del olmo - Extracto)
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