23.3.10

Relato del filósofo

El sinvergüenza de Cristián tiene razón: me gusta, pero me gusta como el viento o la luna, ¿para qué?, nada más que para sentirla o mirarla; nunca será mía y jamás se me ocurrirá siquiera insinuarselo. Se vinieron a esa pieza cuando yo ya vivía en la mía, solo, hará unos tres años, mas o menos. En esa pieza pasaron su luna de miel y en esa pieza ha tenido ella sus dos niños; he sido testigo de todo, aunque sólo de oídas: que es a veces la peor forma de hacerlo; he oído sus quejas de amor y sus quejidos de dolor.

Estaba durmiendo aquella noche y no sé qué hora sería cuando me despertó un tumulto horroroso: gritos, carcajadas, aullidos de perros, maullidos de gatos, bramidos de toro, cacareos mugidos, todo lo que la garganta humana y animal puede producir e imitar. Sentí que abrían la puerta del cuarto y eso me sorprendió: en la mañana al marcharme, estaba desocupado, pero sin duda, durante mi ausencia habían traído los muebles: el mayordomo no me había dicho nada y, por lo demás, no tenía por qué decirmelo; el los conventillos se acostumbra uno a vivir al lado de la gente más extraordinaria: ladrones, policías, trabajadores, mendigos, asaltantes, comerciantes, de todo; gente que se cambia de un lugar a otro con mucha más frecuencia que de ropa interior; pero en alguna parte han de vivir ¿no es cierto?; existen y necesitan exactamente de todo lo que los demás necesitan.

Abrieron la puerta, como te digo, y entraron los gritones, los maulladores, los mugidores, los bramadores, y se oían voces de hombres y gritos y risas de mujeres que reían y gritaban como si les estuviesen levantando las faldas y se asustaran y les gustara al mismo tiempo. ¿qué demonios pasaba? Después de un momento caí en la cuenta: alguien repetía, como si le pagaran para ello, un mismo grito en tono menor: ¡vivan los novios! No creí, al principio, que se tratara efectivamente de novios, es decir, de recién casados; supuse que se trataba de una pareja, es cierto, marido y mujer, casados ya o no casados, y que lo de los novios era una broma, una pareja joven o no, que se venía a vivir allí y a la cual sus amistades acompañaban a su nuevo domicilio.

Esperé a que aquello se calmara; después dormiría; hay que ser tolerante con los entretenimientos ajenos, hasta cierto punto, es claro. Pero las cosas no se calmaron; se calmó el escandalo, sí, se fueron los que gritaban, los que aullaban, los que bramaban, los que cacareaban y los que mugían, pero el maestro jacinto y su mujer, su mujer nuevecita y para él solo, se quedaron. Tu has visto al maestro Jacinto: no habla sino en raras ocasiones y sólo canta cuando está borracho. Bueno, aquella noche habló menos que nunca; no era una noche para hablar. No hubo nada previo, nada de aquello que se supone que ocurrirá o se dirá en esas circunstancias: se fue contra la mujer como se va contra las botellas de vino: de un viaje, y ni él ni ella intentaron disimular nada ni pretendieron pasar inadvertidos: parecían creer que estaban solos en el conventillo y casi solos en el cerro y la ciudad.

Pensé en levantarme e irme a vagar por ahí, a resfrescarme, pero después pensé: bah, me quedaré dormido pronto; cómo no; imposible dormir, y no por que fuera vicioso o curioso, nada de eso; lo que ocurrió es que la pasión de esa mujer resultó ser tan extraordinaria, tan desusada, sobre todo en una mujer como la de aquella noche, virgen y recién desflorada, que se me quitó el sueño como si me lo hubieran retirado con la mano. Jamás había oído hablar de nada semejante y si alguien me lo hubiera contado no lo habría creido; casi me producía temor y te juro que en ningún momento, después de los primeros instantes, deseé estar en el lugar del carpintero. Se quedó dormido pronto -quizá cuánto vino había bebido para celebrar su boda- y ella entonces lo despertó con quejas, arrumacos y besos; gruñó, pero despertó; se volvió a dormir y lo despertó de nuevo; volvió a gruñir y creo que la amenazó con darle una bofetada; ella insistió. ¡Para qué te repito lo que decía! Sería ridículo. Toda la noche estuvo despierta; yo también; el maestro jacinto dormía, roncaba, bufaba, gruñía; ella despierta, lo arrullaba, lo acariciaba, le decía palabritas que me hicieron sonreír cuando contemplé, después, a quien habían sido dirigidas.


Hijo de ladrón / Manuel Rojas - Extracto