Humo blanco
Le fracturé la mandíbula para simular una cínica sonrisa, tuve que dislocarle los hombros con sumo esfuerzo con tal de hacerlo caer en la minúscula y estrafalaria urna que había elegido y encargado para sí mismo cuando aún con vida solía ser más esbelto. Entonces su negocio andaba bien y buscaba deshacerse del dinero de las formas más inéditas. En menos de una hora estuvo vestido, maquillado y presto para el velatorio y aún sentía aquella molestia de haber olvidado algo. Al mirarle parecía como si el aliento le hubiese abandonado tan solo hace algunos minutos. Pensé inocentemente que eran los nervios los que me hacían dudar. Todo era difícil; la clandestinidad del encargo, lo buscado que habia sido mi cliente por las autoridades durante las últimas semanas, toda la presión que ejercieron sus deudos con amenazante acrimonia y armas en mano, la hermética y repentina ceremonia que había de organizar yo solo para evitar el escrutinio de algún soplón con ansias de dinero. Hasta ese entonces creí que los muertos cargaban la paz y nunca antes me había lamentado por la fama de mis servicios fúnebres en esta provincia.
Ni hablar de la causa de muerte ni de quienes habían osado eliminarlo. No me atreví a preguntar siquiera, pero intuía las macabras aristas del asunto en razón que los cabecillas del cartel, recién investidos habían decidido cremarlo lo antes posible y no informar a nadie más que a un puñado de familiares para evitar una persecución policial del cadáver, exhumaciones, gringos acechando la espesura de la selva y cuanta cosa sucede cuando la diplomacia internacional de la droga falla.
-La bestia queda irremediablemente indefensa cuando pierde la cabeza- pensé. A mi, los secuaces me parecían todos iguales, todos sospechosos... comunes delincuentes, asesinos con calzado italiano, voraces empresarios, cocineros de la panacea, mecenas de una blanca ninfa que los alimenta y los mortifica, mujer insomne que hasta yo mismo, confieso, apetezco secreta e insaciablemente. Con ello al menos podía entender que la angustia y las narices los iban a mantener largo tiempo en la cima, siempre a punto de caer. Ante el inesperado deceso se correría el rumor de que el jefe se habría ido a Europa a dirigir un negocio más importante, unos cuantos videos y fotografías previamente tomadas bastarían para mantener produciendo normalmente las plantaciones y a los lugareños del pueblito de Paz de Ariporo, donde se proclama a Don Gustavo "El Toro" como excelso y benevolente padre de todos sus obreros. Un hombre digno de la presidencia de la nación, hijo predilecto de la santa patrona, Virgen de los dolores de manare, Reina de Casanare.
Yo siempre supe que era un error aceptar, mi mujer tuvo que advertírmelo antes de acceder al trato, yo tuve que ignorarla. Hacer desaparecer el cuerpo me haría cómplice y tan criminal como ellos. Mi negocio siempre fue rentable con tanto dinero y muertes. Nunca necesité más que la pena de las blancas y humildes hormigas de la droga para vivir con pompa junto a los míos... gracias a los fértiles cadáveres que se contagian la muerte en su labor de proteger el anárquico orden y el espejismo de bienestar que traía la hoja de coca; familias y generaciones completas presas por voluntad, internadas en la selva con tal de que brote la amarga esencia, polvo que mantiene caliente el pan y los fusiles.
Podría haberme negado, pero ya sabía el secreto, ellos habían llegado directamente a mi funeraria para condenarme con su asunto y su fingida tristeza. Los deudos tuvieron que ofrecerme sustancias como para vivir las siete vidas del gato y una cantidad de dinero absurda antes de doblegar mi voluntad, pero aún así me perseguía la duda ladrándome... la culpa nunca fue mía, sospechaba que al final lo sería.
Todos sentados muy silenciosos en el improvisado crematorio siete ánforas de macizo oro esperaban las partes en que serían divididas las cenizas de Gustavo, que manera de escapar! que gran señor aquel que debe ocultarse aún muerto y en admirarlo unos instantes fue que olvidé perforar sus pulmones antes de vestirlo y evitar así el misterioso fenómeno del "grito de crematorio" un mito renombrado entre las anécdotas de cadáveres gordos y poco reposados como quien comete la desmesura de asar el cordero sin siquiera aprovechar su piel. Hora y media de cocción y los llantos parecían apasiguarse, cuando de pronto, con un grito estridente el celebrado interrumpió la ceremonia con su última voluntad audible con propiedad de su inconfundible vozarrón desde el horno; alarido que duró medio minuto antes que todo el aire post-mórtem emanara hirviendo desde su tórax pasando por las flojas y tibias cuerdas vocales, grave la boca lánguida como tubo de escape roto
De no haberle dibujado la sonrisa, de no haber tenido tan buena vida el difunto, de no haberme tentado con droga para empapar mis billetes, de no haber sido tan avaro creo muy bien que yo también estaría gritando ahora como él más y más fuerte que aquellos que gritaron pensando que había sido quemado vivo. Siento deseos de gritar más fuerte que los lugareños, que los nuevos cabecillas que habrían de matarse luego entre sí tratando de averiguar si acaso alguien habría traicionado al toro en complicidad conmigo. Cundió el rumor que la virgen le habría devuelto por última vez la voz al cadáver para poder clamar a su pueblito aquel sucio homicidio.
Ciertamente gritaría tan alto y espantoso como aquella mujer abrazando a sus hijos cuando hubo de gritar el toro bajo la hoguera en el fallido experimento, pero me siento consumido, como quien vuelve a quemar las cenizas con la llama invertida. Me sofoca el nevado fulgor de las pipas de metal con este penetrante calor que siento ahora, atrapado en el improvisado horno que había ideado por apuro para hacer desaparecer a Gustavo.
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