23.3.10

El suspiro

Me convertí en taxista con mucho más placer que necesidades. Nunca me había sentido yo mismo estando bajo la prisión que ofrece el horario de oficina; la oportunidad de ir a donde quisiera y trabajar a la vez me parecía genial. La calle era el único santo de mi devoción –acá es donde las cosas de verdad suceden- Me decía a mi mismo, cuando veía el carnaval espontáneo que formaba el tráfico y las incesantes hordas de peatones.
Parte de esta vocación se la debo a mi padre, chofer de profesión, quien en sus tiempos libres y justificando unas oscuras ansias de calle conducía un enorme Opala negro con el techo blanco. eE suspiro le decían a mi viejo, puesto que jamás conducía con más de diez litros de combustible en el estanque, asunto contradictorio ante a la fama de generosidad y desprendimiento que él tenía, entre todo aquel que tuviese el privilegio de conocerlo tal como se supone que él era: Un hombre correcto, humilde y trabajólico más allá de lo entendible.
Nunca logré escucharlo decir en la bomba: -Lleno, por favor- pero por algún motivo, el día 4 de marzo de 1989, a eso de las 11 de la noche llenó el estanque en la ya desaparecida APEX que solía estar junto al sanjón de la aguada en la comuna de San Joaquín. Eso al menos era lo que recordaba el jóven bombero que tuvo turno aquella noche: le llamó la atención que mi padre llevará colgado del retrovisor al menos 15 pinos aromáticos (todos sabor vainilla) y el grueso fajo de dólares con los que pretendía pagar. Igualmente extraño, yo siempe supuse que mi padre apenas sabía donde se encontraban los Estados Unidos de América.
Después de buscar en las postas, morgues y cuanto sucucho de gente poco muerta se me vino a la cabeza fue una muy buena idea ir a preguntar por él en las estaciones que frecuentaba.
Ya habían pasado cuatro meses. Desde aquel día nadie había vuelto a verlo, menos al aromático automóvil en toda la capital. No fue sino hasta 1991 cuando tuve noticia de lo que habia sucedido aunque no del todo.
Lo encontraron en un sitio baldío cerca de la frontera con Perú sentado en la misma posición que solía adoptar cuando quería gritar algún improperio a otro conductor, pero ya no andaba el motor, ni su corazón. Solo quedaban los indicios de un enorme incendio que lo había consumido todo. Una inmensa hoguera, que si bien le quito los colores y la carne sobre los huesos, no había conseguido hacerle descender del vehiculo. Ayer, 7 de enero de 2003 vincularon a mi difunto padre con una extinta banda de narcotraficantes responsables de una serie de asesinatos ocurridos el verano del 1989.
Hoy me percaté de que manejo todos los días con una toalla de mano sobre las piernas, tal como lo hacía él cuando estaba vivo. Las manos de mi viejo sudaban todo el día, pienso que eran los nervios o la culpa, él... en tanto, sin un sesgo de inseguridad en su tono decía que el volante de palo rosa que usaba no le gustaba a sus manos, pero era el deleite de todo aquel hombre que amara los autos. Yo uso la misma toalla para envolver el revolver que me protege mientras vago por la calle, tomando pasajeros. No me gusta ver la muerte sobre mis piernas, pero asimismo... prefiero eso a sentirla reflejada en el retrovisor.
Ha sido difícil conocer a mi padre nuevamente, supondran como yo, que él nunca fue un taxista cabalmente. Pero mientras tanto yo sigo rodando a suspiros de combustible inspirado en la digna postal de un padre laborioso. Aunque eso a veces signifique sufrir la famosa panna del güeon por las mañanas… cuando recién comienzo a trabajar.